El claxon del bus despertó a Mary de golpe. Miró el reloj: las 7:06 parpadeaba en la pantalla. Ya debería estar lista; se había quedado dormida y no sonó su alarma. Aún medio adormilada corrió para vestirse. Se lavó la cara y trató de peinarse rápidamente, con el nudo de la corbata mal hecho y el cabello enmarañado salió corriendo para alcanzar el bus, pero, para su mala fortuna, ya no estaba.
En ese momento, recordó que el trabajo final de Química había quedado sobre su impresora. Subió corriendo a su habitación, lo tomó y lo guardó en su mochila. Allí vio el reloj de su madre, lo único que le quedaba de ella. Sintió una fuerte necesidad de ponérselo; la extrañaba más que nunca y necesitaba sentirla cerca. Sin pensarlo mucho, ajustó la hora ya eran las 7:14 se lo puso pronunciando la frase que siempre decía su madre: “El reloj marca la hora, pero el corazón sabe cuándo es el momento” y salió en camino a la escuela. Sabía que tardaría 20 minutos más para llegar. Seguramente tendría que rogar al profesor Anselmo que le recibiera el trabajo en la siguiente hora, pero no importaba; sentía en ese reloj la seguridad que siempre vio en su madre para enfrentar cualquier situación.
Cuando llegó a la escuela, respiró hondo, exhaló lento y se dijo a sí misma: “Estoy lista”, un ritual que había adoptado desde el instante mismo en que falleció su madre. Entró a la escuela y vio que todos estaban entrando a sus aulas. Los maestros apenas se disponían a sacar las listas de asistencia de sus portafolios. Justo miró el reloj del pasillo cuando cambiaba a las 7:15 y sonó la campana del comienzo de clases.
¿Qué había pasado? ¿Cómo era eso posible? ¿Acaso se había detenido el tiempo? De inmediato, Mary pensó en su madre y en todas las cosas que lograba hacer en un solo día. ¿Acaso su madre guardaba algún secreto acerca de ese reloj?
Su mirada se dirigió al reloj, en ese momento creció en ella un sentimiento profundo de intriga. Eso era algo que Mary estaba decidida a averiguar.